Monseñor puso la Arquidiócesis al servicio de la justicia y la reconciliación en el país. En muchas ocasiones se le pedía ser mediador de los conflictos laborales. Creó una oficina de defensa de los derechos humanos, abrió las puertas de la Iglesia para dar refugio a los campesinos que venían huyendo de la persecución en el campo, dio mayor impulso al Semanario Orientación y a la Radio YSAX.
A pesar de la claridad de sus predicaciones, Monseñor, como Jesús, fue calumniado. Le acusaron de revolucionario marxista, de incitar a la violencia y de ser el causante de todos los males de El Salvador. Pero nunca jamás de los labios de Monseñor salió una palabra de rencor y violencia. Su mensaje fue claro. No se cansó de llamar a la conversión y al diálogo para solucionar los problemas del país.
De las calumnias pasaron a las amenazas a muerte. Monseñor sabía muy bien el peligro que corría su vida. A pesar de ello dijo que nunca abandonaría al pueblo. Y lo cumplió. Su vida terminó igual que la vida de los profetas y de Jesús. Fue asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras celebraba misa en la Capilla del Hospital La Divina Providencia, en San Salvador. Sus restos se encuentran en la Cripta de Catedral Metropolitana de San Salvador.
Su muerte causó mucho dolor en el pueblo y un gran impacto en el mundo. De todos los rincones llegaron muestras de solidaridad con la Iglesia y el pueblo salvadoreño. Él mismo dijo que si moría resucitaría en el pueblo salvadoreño. Efectivamente, año con año mucha gente lo recuerda y celebra el aniversario de su martirio.
En su entierro, el 30 de marzo, alrededor de 100 mil personas se hicieron presente en la Plaza Cívica (frente a Catedral), para acompañar a Monseñor Romero. Los actos litúrgicos, se interrumpieron a causa de la detonación de una bomba, seguida de disparos y varias explosiones más. La reacción de la multitud fue de pánico, con la consecuente dispersión, atropellamiento, heridos y muertos. Monseñor Romero fue sepultado apresuradamente en una cripta en el interior de Catedral.
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